En 1936 la “American Society for the Control of Cancer” (ASCC), antecedente de la actual “American Cancer Society” (ACS), decidió crear un cuerpo de voluntarias denominado “Women’s Field Army” (WFA) con objeto de recorrer las ciudades del país recaudando fondos y ofreciendo información sobre medidas de prevención en cáncer. El éxito de la iniciativa fue simplemente espectacular. Una multitud de mujeres sonrientes, hucha en mano, transitaron por las calles vestidas con uniformes militares de color caqui repletos de medallas y signos de rango. Para la ASCC no cabía ninguna duda; si se estaba en una guerra total contra el cáncer, el mejor modelo estético y organizativo que podía seguir la legión de voluntarias de la WFA era el ejército de los Estados Unidos.
Como podemos comprobar, las metáforas bélicas tienen ya una larga tradición; la experiencia oncológica tiende a ser expresada a través de conceptos propios de un conflicto armado atendiendo a una supuesta relación de semejanza entre ambas realidades. Así, las pacientes diagnosticadas entran en combate esperanzadas en obtener la victoria y derrotar a un terrible enemigo. Los oncólogos, como Alto Mando del ejército, planifican la estrategia de combate haciendo uso del arsenal de medicación que los científicos han puesto a su disposición para exterminar al adversario. El pueblo, unido en grandes concentraciones públicas bajo la forma de carreras populares, manifiesta su incondicional apoyo al ejército de heroínas en su lucha contra la amenaza extranjera…
Se ha sugerido que la construcción de este inmenso escenario bélico obedece a su supuesto efecto motivador; la paciente, inmersa en la batalla, afrontará la enfermedad de una forma activa y esperanzada que en principio podría favorecer la curación de su cáncer. Sin embargo, revisando la literatura sobre el tema y aplicando el sentido común, existen fundamentadas razones para desaconsejar el uso de metáforas bélicas en el ámbito de la oncología…
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Paulatinamente el cáncer se va transformando en una enfermedad crónica. Mantenido en estado latente por la acción de los fármacos, la paciente oncológica deberá aprender a vivir largos años con un cáncer más o menos asintomático a semejanza de mujeres con diabetes, artritis, fibromialgia… Considerar al cáncer como un enemigo a exterminar dificulta los procesos de adaptación a la cronicidad.
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[/vc_column_text][vc_column_text]Los ejércitos son estructuras sumamente jerarquizadas. Considerado el equipo médico como el Alto Mando que ha de ordenar el curso de la acción bélica contra el cáncer, la paciente queda sometida a un rol pasivo donde solo queda aceptar la opinión de los doctores. Las metáforas bélicas niegan a la mujer la opción de participar activamente en el proceso de atención a su enfermedad.
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Como el mapa de pared donde chinchetas de distintos colores marca la evolución de los ejércitos, el cuerpo de la paciente refleja la actividad de la batalla contra el cáncer. Este cuerpo queda así definido como una geografía ajena a la mujer, como algo extraño y alienado donde ocurren cosas sobre las cuales no se tiene ninguna posibilidad de control. Medicamentos, pruebas diagnósticas, cirugías, prótesis… la paciente deja de ser ella misma para transformarse en la representación de un frente de guerra.
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Las guerras se ganan, pero también se pierden. Las pacientes con enfermedad avanzada quedan situadas a través de estas metáforas bélicas en un espacio de desesperanza donde fácilmente surgen ideas de fracaso y responsabilidad personal. De hecho, ya no se trata de morirse de cáncer, sino que una está siendo vencida y derrotada por un cáncer, lo que comporta un sufrimiento añadido.
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La guerra es territorio abonado para mitos engañosos.Por ejemplo, en gran parte de conflictos surge la idea del inminente descubrimiento de una nueva arma letal (“magic bullet”) que provocará la rápida derrota del enemigo. Día sí y día también, los medios de comunicación informan de recientes avances científicos que aseguran un pronta curación del cáncer… hace ya decenios que escuchamos descreídos este tipo de discursos.
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Una de las primeras consecuencias de todo conflicto bélico es la generación de un pensamiento único. La unidad frente al enemigo constituye un bien supremo que hay que salvaguardar y, por lo tanto, cualquier tipo de disidencias, perspectivas alternativas o posiciones matizadas son severamente reprendidas. De esta forma, en torno al cáncer siempre se dice lo mismo, de la misma manera, acrítica repetición tras repetición cansina de los mismos argumentos… la guerra mata al pensamiento libre.
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Lógicamente, la exposición al combate suscita un determinado clima emocional. La angustia, el terror, la desesperanza, la preocupación por la seguridad, la disociación, el agotamiento, la tristeza, el distres… todas ellas son respuestas emocionales propias del conflicto armado. ¿Qué reacción podemos esperar de las pacientes con cáncer cuando constantemente se le indica a través de los medios de comunicación que están inmersas en una lucha a muerte contra el más feroz de los enemigos?
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Ante la guerra una de las primeras preguntas que surgen espontáneas es: ¿quién es el responsable del conflicto? La búsqueda de una causa única y simple que nos ayude a explicar la presencia del cáncer es una derivada de la utilización de las metáforas bélicas. Esta derivada abre las puertas de la autoculpabilización; malos hábitos de vida, déficits en el manejo de las emociones, situaciones traumáticas previas, incapacidad para expresar los sentimientos, estrés… son elementos que emergen ante la necesidad de determinar la causa del conflicto.
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La verdad y la confianza son las primeras víctimas de la guerra. En un conflicto armado todo el mundo es sospechoso de no se sabe bien qué, se hace necesario desconfiar por principio ante la posible presencia de un adversario oculto. Las actitudes de sana y prudente prevención se transforman en paranoias sin base firme que nos hacen sospechar de los alimentos, el aire que respiramos, nuestros niveles de actividad, las relaciones con los otros… incluso uno mismo puede ser un quintacolumnista que sin conciencia de ello este favoreciendo a ese enemigo llamado cáncer.
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La lógica de los conflictos bélicos impone que la victoria sobre el adversario es básicamente una cuestión de asignación de recursos. Sin negar la importancia de la inversión tecnológica, fruto de nuestros deseos de derrotar al enemigo, esta fijación obsesivoide por la curación oculta la ausencia de verdaderas políticas preventivas que podrían reducir la incidencia del cáncer de forma más efectiva.
Ante nuestra incuestionable vocación por el uso de metáforas como mecanismo que nos ayuda a comprender y dar sentido a realidades complejas, surge una cuestión ineludible; si las metáforas bélicas generan todas estas perturbaciones y negatividades… ¿qué alternativas tenemos? Pues posiblemente ninguna. Mil razones justifican este pesimismo, siendo una de las principales el indiscutible hecho según el cual los distintos actores que participan en el conflicto oncológico se benefician de la utilización de este tipo de metáforas guerreras. Así, a una mayoría de pacientes les resulta egogratificante ser consideradas valerosas heroínas que triunfarán en su batalla contra el cáncer de mama; las entidades benéficas incrementan sus recursos ante la necesidad de derrotar a tan temible enemigo; los profesionales sanitarios ven asegurada su posición de generales incuestionados y los medios de comunicación fidelizan a un público ávido de noticias dramatizando el desarrollo de la contienda. Como siempre… malos tiempos para el pacifismo.