Una semana entera experimentando todos los síntomas que anuncian el COVID-19. Me decido a ir al ambulatorio. Placa con neumonía vírica. A las urgencias del Hospital del Mar. Llego de noche, tarde, solo, con fiebre alta, preocupado y muy perdido. La sala de espera de urgencias tenía tintes apocalípticos. Gente tumbada en el suelo, alguien ebrio gritando… Sin embargo, mi tributo y aplauso al personal sanitario, que amortiguó todo ese shock inicial. Me miraron esos ojos tras las mascarillas, me hablaron con serenidad, se interesaron por mi situación personal, me explicaron lo que iban a hacer y se sentaron a mi lado. Me mareé, vinieron, me tocaron a través sus equipos EPI de protección, y ese pequeño gesto afectivo tuvo un efecto transformador en mi angustia. Me tranquilicé. Era donde tenía que estar.

Luego, llegó un ingreso de dos noches en urgencias hasta que quedó libre una habitación en planta. Fueron días nebulosos, de familiarizarme con mascarillas nasales, vías, oxímetros y tensiómetros… Inquieto y preocupado por no saber el alcance de la afectación, enseguida noté que mi cuerpo y mente me pedían centrarme en el día a día, rato a rato. Parcelé mi día con las comidas de referencia y marqué rutinas medio inconscientemente. Por ejemplo, un tiempo de 20 minutos para facilitar mi transición del sueño al despertar. El despertar de mi primera noche en el hospital fue aleccionador. Mi primera inercia fue mirar mensajes, leer las noticias, buscar, salir, irme mentalmente fuera… No me ayudaba. Ubícate donde estás, me dije. Esto está pasando. Estaba donde estaba y necesitaba saber “cómo estaba en esa situación”. Más por instinto que por curiosidad racional, empecé a repasar el estado de los artilugios a los que estaba conectado (mis nuevos compañeros). También, movía y “hablaba” a mi cuerpo en una suerte de primera puesta a punto para el día: “ Un poco de sudor tengo, respiración algo superficial, cambia postura,  respira profundo hinchando barriga…, masajea el pecho…”. Una vez pasado el chequeo corporal de realidad y quizás aceptación, cambiaba el foco a otros pensamientos más habituales.

En general me cerré en mí mismo esos días en urgencias. Sólo leía un par de titulares sobre la situación en los periódicos y contestaba de forma muy escueta mensajes que me llegaban. No daba mucho margen a hablar con nadie de lo que todavía ni yo mismo sabía. No alentaba conversaciones largas aunque fueran bien intencionadas porque se repetían “clichés de teórica positividad”, que vivía como vacíos y con más necesidad de calmar a quien me los decía que a mi mismo. 

Al final llegó abruptamente un celador anunciando que me subían a planta y que había que irse rápido. ¡Bien, me quedo!, pensé, que ironía…, pero me calmaba. Al mismo tiempo que me ilusionaba tener mi plaza, la aceleración del cambio me generaba la sensación angustiante de que quizás en otro pasillo de esas mismas urgencias otro celador igual o más motivado que el mío, podría adelantarse con su paciente y quitarnos esa cama. La velocidad a la que me llevaba el celador acrecentaba mi idea peregrina de que competíamos por una plaza. Leí: planta de traumatología adaptada para COVID-19. Ajetreo, movimiento, mucha gente, me abrieron una puerta, mi nueva habitación…, y allí estaría una semana más con mi nuevo compañero de COVID.

El que ya era mi compañero de COVID estaba hecho un ovillo en la cama mirando hacia la ventana contraria a mi llegada. Debe estar bastante mal, pensé, porque apenas se gira cuando entro. A los pocos minutos hacemos una presentación corta. Le digo, soy Cristian y soy tu compañero de habitación. Yo, soy Manuel, García, Miranda dijo con cierta solemnidad. De inicio me sonó a formalismo de otras épocas pero el tono humilde y sencillo, lo entendí luego, como una forma de rubricar formalmente nuestro primer encuentro. Continuó diciéndome, “… tú eres joven. Yo tengo 75 años. A mi mujer le gustará que esté acompañado. A ver como salimos de esta”.

En nuestros primeros días, hablamos muy poco. Los dos amables, muy respetuosos en las dinámicas básicas de convivencia pero sin más. Supe más de él en esos días por las llamadas de sus familiares que por lo que intercambiamos. Tenía dos tipos de llamadas. Las que duraban 15 segundos y que invariablemente acababan con Manuel emocionado, balbuceando monosílabos, acongojado y pidiendo perdón repetidamente a su interlocutor (amigos y familiares), por no poder seguir hablando. Y, luego, estaban las llamadas de su mujer. Eran medicinales. Su tono de voz se tornaba sereno y fluido, mientras repasaba el día con ella: los fármacos, los nietos, el estado de su hija con discapacidad que convivía con ellos…

Cuando ya tuvimos más confianza me dijo: “Mi mujer es la que se entera de todo. Mejor que yo mismo, lo de los médicos ya ni te digo. Mira que yo he trabajado años con mi responsabilidad, bien valorado, llevando todas las cosas… Ah…, yo era peletero en una empresa familiar, y lo organizaba todo sin problemas. Pero chico, ahora, me tienen que repetir las cosas mil veces, me pongo nervioso, me siento inútil…, sin ella, siento que no puedo con nada”. Enseguida, las  conversaciones con Manuel se fueron pareciendo a las que tenía con su mujer en cuanto al COVID y al ingreso. Yo le ayudaba a recordar lo que le habían dicho los médicos, reforzaba sus avances, le prevenía de que mirar constantemente la fiebre que tenía (cada 15 minutos) le generaba más angustia que tranquilidad,… Sin embargo, este aparente claro reparto de roles entre los dos: joven psicólogo clínico ayuda a persona mayor apurada emocionalmente, fue matizándose mucho, al menos para mi.

Como dije, mis primeros días fueron de replegarme, reducir comunicación, aumentar mi conciencia corporal y adaptarme a los cambios más físicos. En este tipo de situaciones suelo desconectar del exterior, de las convenciones o las rutinas más básicas. No veía mucho sentido a estar presentable. Mis duchas eran rápidas y superficiales, no me afeitaba ni peinaba y a menudo me olvidaba de lavarme los dientes. En las comidas pasaba algo parecido. Así, las comidas eran peajes grises que ponían más a prueba mi fuerza de voluntad que mi necesidad de comer, a pesar de que hambre tenía. Quería que pasaran rápida e indoloramente. Sin embargo, en esto, mi compañero de COVID, Manuel, funcionaba muy diferente a mi.

Al inicio no me di cuenta, pero con los días veía que Manuel era un hombre de hábitos y costumbres muy arraigadas que resistían bien al ingreso. Por las mañanas, esperaba siempre que fuera yo primero a asearme para tener luego más tranquilidad y tiempo para él en la ducha. Le dedicaba mínimo una hora a ducharse, afeitarse, ponerse crema, se repeinaba… Salía hecho un pincel. Se ponía algo de colonia incluso. En las comidas también marcaba sus hábitos a pesar de tener el hambre por los suelos. En las “checklist” de síntomas diarios que nos hacían conjuntamente, él siempre decía que comía por obligación. Sin embargo, sus rituales de preparación en las comidas, indicaban una predisposición al disfrute que chocaba con mi comer de cara a la pared y rapidito. Él se ponía siempre mirando al sol y la ventana, preparaba su mesa y los platos para estar ancho y cómodo,  solía pedir siempre aderezos y se ponía música clásica. Comía lento y pausado. Tardaba, sin exagerar, el doble de tiempo que yo en acabar. Siempre al terminar, cogía su bandeja y la tiraba en la basura. Yo la dejaba un tiempo en la mesa, a veces por dejadez y otras porque tenía un suero conectado que no me permitía levantarme.  Él, invariablemente, después de tirar su bandeja venía a mi mesa para coger y tirar la mía. Al principio me daba apuro, porque sentía que yo un chico joven, no debía dejar que una persona mayor me recogiera la bandeja. Sin embargo, él me decía: “qué menos, Cristian, con lo que tú me estás ayudando, y a mi no me cuesta nada”.

Como se ve, fui adentrándome en el mundo de Manuel come el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua, introduce primero sus pies en la espuma, y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi se decide…* Me decidí a entrar en su mundo, y fue transformador. Mi tiempo de autocuidado y aseo cambió. Empecé a darme masajes mientras me duchaba, había perdido 7-8 kg e iba chequeando con curiosidad y satisfacción mi pérdida de michelines. Me arreglé la barba, pedí un corta-uñas, no perdonaba lavarme los dientes después de cada comida… Las comidas las empecé a hacer junto a Manuel en la ventana, conversábamos, nos intercambiábamos platos que nos gustaban de más o de menos a cada uno, le pedí que pusiera la música clásica en alto (antes la escuchaba con los auriculares)… Pasaron a ser los mejores ratos del día. Además, sin Manuel saberlo, también modeló otro tema que fue muy importante para mi: “los otros”.

En la angustia y preocupación de Manuel de los primeros días, pesaba la incertidumbre sobre su salud por supuesto, pero lo que le desbordaba era su preocupación constante por los suyos. Por generarles preocupación, por no poder ayudarles, por haberles podido contagiar…, por sentirse un problema para ellos. Al principio, yo veía este sobrecargarse del malestar de los otros una forma de afrontamiento problemática. “Sufro por lo mío y por lo que hago sufrir”. En mi caso, la verdad, es que no sufrí demasiado por lo preocupados que pudieran estar mis seres queridos. Es verdad que traté de no alarmar y dulcificar mi situación para que no se preocuparan mucho, pero nada más allá. Manuel, pasaba largo tiempo hablando con su familia, repasaba por teléfono con ellos su día a día, daba instrucciones de cómo llevar los temas que solía realizar él en casa, les advertía continuamente por las medidas de seguridad a tomar en el confinamiento… Se disculpaba mucho ante ellos, también. Ellos le reprendían y trataban de desculpabilizarlo sin demasiado éxito. Sorprendentemente para mí, ese preocuparse por los suyos fue mutando. Pasó de incrementar su malestar en los primeros días, a crear una comunicación cercana, continúa y fluida con su familia. Pero lo más llamativo fue que empezó a dejar de focalizarse obsesivamente en la enfermedad,  y su foco fue el cuidado/interés por los suyos. Pasaba revista a cada miembro de la familia y para todos encontraba algo que aportar, aconsejar o simplemente interesarse.

Otra vez, Manuel me hizo reflexionar mucho sobre mi propio afrontamiento. Yo había hecho un confinamiento hospitalario bastante centrado en mí y en la enfermedad. Un paréntesis controlable que pasaría rápido. No hablé demasiado con nadie, más allá de mensajes de respuesta informando de mi evolución. Tampoco me interesé por cómo los míos vivían el confinamiento o mi ingreso. Manuel,  sin decir una palabra ni pretenderlo, me hizo darme cuenta de lo poco permeable que había sido, de mi necesidad de control personal de la situación, de lo poco que me abrí emocionalmente y sobre todo del efecto que esto tuvo: los otros -los míos- desaparecieron.  No me interesaron los demás. No empaticé con la repercusión que mi ingreso podría tener en mi familia, y eso que tengo dos hermanos y mi padre con elevada dependencia, y vulnerabilidad extrema al Covid… Me sentí muy avergonzado y todo lo que me habían parecido fortalezas personales se me antojaban falsas ilusiones de control. Enseguida llamé a mi madre, cuidadora de mis hermanos y padre dependientes. Le pregunté cómo llevaban el confinamiento, me interesé por si se habían preocupado mucho por mi ingreso, le dije que yo también había pasado miedo al principio. También le pedí muy vehemente que ella no saliera a comprar, ya haría yo compra online, y que otro de mis hermanos, que iba cada día a casa a comer, dejara de hacerlo, que no saliera para nada… Como esta llamada hubo varias más. Mejoró mucho mi ánimo y mi sensación de estar acompañado y de sintonía con los míos. Ellos lo agradecieron y yo también.

Cumplíamos ya ocho días juntos, cuando el médico nos informó que en breve ambos nos iríamos a seguimiento domiciliario. Yo me iría a mi casa con mi mujer. Manuel, sin embargo, iría a un hotel a pasar el periodo en el que aún éramos contagiosos. Se decepcionó al principio, pero le duró poco cuando le argumentaron que era para proteger a los suyos. Nos despedimos esa tarde repasando nuestra estancia juntos, deseándonos la mejor recuperación y emplazándonos a un abrazo fuerte cuando esto acabe. En ese repaso, Manuel me otorgaba el papel casi de salvador en sus peores momentos. No miento si digo, que mi ayuda fue más bien modesta. Lo que sí le impactó mucho fue cuando le dije que él había marcado mucho mi forma de afrontar la enfermedad y los días de ingreso, que había aprendido mucho de él y que se lo agradecía mucho. Su resistencia disciplinada en los hábitos de autocuidado, su preparación al disfrute en las comidas, su capacidad de mostrar su propia vulnerabilidad y de interesarse por la de los demás, su compañerismo… Nos emocionamos un poco y nos despedimos.


 

Ahora, repaso lo vivido y aprendido desde la Psicología Clínica y la Psico-Oncología, que son mi especialidad. El diagnóstico del COVID para mí y para Manuel fue una crisis vital, corta y con buen final, pero que nos puso a prueba. En particular, repasaré lo vivido desde la perspectiva de la Psicología Positiva, disciplina interesada en integrar en un mismo marco de experiencia humana el daño y el sufrimiento, con los elementos de funcionamiento psicológico positivo y el crecimiento en la adversidad.

En los primeros momentos de cualquier crisis, la tendencia natural es a replegarse y defenderse de lo que está pasando. En mi caso, sucedió así. Hay una necesidad de recuperar el equilibrio y cierto control que pasa por focalizarse en el día a día y en los aspectos más pragmáticos y funcionales que facilitan la adaptación a lo que ha cambiado. Para ello, en muchos casos hay una tendencia al aislamiento social. Es una forma de protección inicial cuando aún no nos sentimos capaces de presentarnos ante los demás como alguien que está pasando o ha pasado por algo adverso, como el COVID. Son intentos de no perder el control. Estas conductas de evitación social o aislamiento social inicial, son normales. Sin embargo, si se amplían con otras conductas evitativas (evitar pensar, negar o minimizar lo que ocurre) pueden comprometer el poder asimilar y aceptar lo que se está viviendo. En mi reciente experiencia personal con el COVID y en mi quehacer profesional, he visto que el repliegue personal y social inicial puede favorecer el proceso de adaptación, sobre todo si vienen acompañados de curiosidad y flexibilidad hacia lo que se está viviendo. Esta curiosidad que conlleva apertura a la experiencia vivida y procesos indagatorios de auténtico interés por uno mismo en la adversidad, acostumbran a hacer menos necesaria la evitación y actitudes defensivas. Curiosidad y flexibilidad que yo inicié en mi cuerpo y acabé en mis personas queridas. Acercarte al cuerpo en la enfermedad con renovado interés y preocupación constructiva no es fácil, porque prima lo perdido y que estás “fastidiado”. Reconocer los cambios y lo perdido en términos de salud, darles carta de realidad, es clave para poder abrirte a otros procesos más positivos. En mi caso dedicaba veinte minutos a mi monitorización corporal al despertar. Permitirme ese tiempo de aceptación realista, me liberaba para gran parte del día. Tenía un espacio para mi preocupación por el COVID, que además trataba que fuera en forma de monologo/diálogo interior amable, cariñoso y de autocuidado. Aunque la curiosidad y flexibilidad fueron realmente  transformadoras cuando pasaron de ser unas actitudes personales hacia mí mismo, y de cómo regular/controlar mejor la situación, a ser algo que me trascendía y me conectaba con los otros. Un modelo de afrontamiento positivo aprendido por contraste con lo que hacía Manuel, mi compañero de COVID, fue clave para este paso.

Uno de los indicadores psicológicos de mejora en salud mental y de crecimiento personal es la capacidad de trascender el propio “ego”. El crecimiento relacional tiene que ver con el descentramiento de uno mismo, la capacidad para interesarse, preocuparse y comprometerse con otros. Manuel me dejó preocuparme e interesarme por él. No le dolían prendas de mostrar su vulnerabilidad. Sin él saberlo, me ayudó a descentrarme de mí, me introdujo en su espacio mental, donde de inicio funcioné con el rol que me asigné o me asignó: “psicólogo ayuda a persona mayor apurada emocionalmente”. Pero en el mundo de Manuel, tras el telón de la vulnerabilidad había alguien con fortalezas que cuestionaron las mías hasta ese momento. Manuel dio continuidad a su mundo en el ingreso. Yo no. Mantenía sus hábitos personales prácticamente inmutables, su comunicación fluida con el exterior tejía claramente el vacío que podía dejar el ingreso y hacía más congruente su experiencia con la de sus seres queridos, no sólo en el ingreso, sino también para el futuro. Habían vivido como familia su ingreso y eso ya formaba parte de su historia de resistencia compartida.

Manuel me dejó entrar en su mundo preservando mi imagen de fortaleza, necesidad de control y rol de ayuda. Quien está mal es Manuel, no yo. Pero en eso consistía la fortaleza de Manuel, la humildad, callar sus virtudes y permitir a los demás descubrir las suyas. Importante fortaleza, la humildad, para ayudar y ser ayudado, para redescubrirse cuando todo cambia, y para amar y ser amado.

Son tiempos donde un virus nos hace reflexionar sobre nuestro modo de vida, su sostenibilidad y sentido, nos obliga a comportamientos cohesionados y coordinados por el bien común, priorizando a los más vulnerables. En estos nuevos tiempos, se hace más evidente que individual, colectivamente y como especie, nuestra fortaleza pasa por cultivar y promover la humildad que cohesiona nuestras comunidades y garantiza la sostenibilidad del planeta y de todos sus seres vivos. Quizás sean tiempos de materializar la humildad que William Safire plasmó en pocas palabras: “Nadie es más grande que aquellos dispuestos a ser corregidos.”

 


Que del COVID también se nos contagie la grandeza de los humildes.


 

Dr. Cristian Ochoa

Psicólogo Clínico y Psicooncólogo

Director del Proyecto PsicooncologiaOnline | Jefe de Programa e-Health ICOnnecta’t