Como cada año durante el mes de noviembre, en la comunidad oncológica se percibe cierta sensación de inquietud y malestar. Recordemos que en un lejano 1985 la multinacional química-farmacéutica AstraZeneca declaró octubre como el mes de la concienciación sobre el cáncer de mama con el objetivo explícito de promover campañas de detección precoz de la enfermedad; el éxito de la iniciativa ha provocado que durante los octubres se multipliquen multitud de actos públicos vinculados a la prevención y tratamiento de esta patología. Tan loable iniciativa, sin embargo, genera entre los pacientes afectados por otro tipo de cáncer la impresión según la cual padecer una neo (neoplasia) de pulmón, páncreas, testículo o hepática puede merecer menor atención y consideración social que ser diagnóstica de una neo en un seno. Surgen entonces las preguntas:

¿Por qué motivo el cáncer de mama parece recibir un trato tan preferente?
¿Qué razones justifican la ubicua presencia del lazo rosa?

La cuestión no tiene una respuesta única y simple. En todo caso, entiendo que un conjunto de tensiones y circunstancias ayudan a explicar la hipervisualización a la que el cáncer de mama se ve sometido:

1

Primero, lo evidente. Durante 2015 en España se diagnosticaron en mujeres 22.742 casos nuevos de cáncer de mama, aproximadamente la misma cantidad de cáncer de pulmón, vejiga, linfoma, páncreas, estomago, ovario y leucemia juntos. Más allá de las simples estadísticas, su elevada prevalencia ayuda a explicar la potente sensación de amenaza asociada a esta enfermedad; de forma directa o indirecta el cáncer de mama deviene una patología aterradoramente presente en la vida de gran parte de la población, constituyendo por tanto un privilegiado foco de interés y preocupación.

2

Segundo, lo también evidente. Las elevadas tasas de supervivencia, sobre todo en las fases iníciales de la enfermedad, posibilitan la construcción de un discurso en torno al cáncer de mama en los límites de la tolerabilidad cultural. Es decir, toda la carga de inmenso sufrimiento asociada al diagnóstico y los tratamientos, a diferencia de otros cánceres, toma sentido y es soportable atendiendo a la muy probable resolución en positivo del conflicto. La difusión de las historias de mujeres con cáncer de mama se facilita mediante la presencia de un “final feliz” tras la denodada lucha contra la enfermedad.

3

A diferencia del pulmón, el páncreas, el colon u otras localizaciones anatómicas, el seno en nuestra cultura se encuentra sometido a un implacable simbolismo. El seno es el órgano de la feminidad, el espacio corporal donde se encarnan concepciones en torno a la sexualidad y reproducción de las mujeres. El pecho dañado, por lo tanto, evoca una intimidación desdoblada; la que pone en peligro la vida de la paciente, al mismo tiempo que amenaza su identidad de género. El cáncer de mama es asesino por duplicado.

4

En nuestro entorno cultural el consumo de bienes constituye una actividad que define los valores del sujeto. Lejos quedan aquellos tiempos donde, por ejemplo, consumíamos alimentos simplemente para satisfacer nuestra necesidad de nutrientes; ahora, al comprar unas empanadillas hacemos acto público de adhesión al ecologismo, la defensa de los derechos animales o, cómo no, nuestra solidaridad con las mujeres que sufren cáncer de mama. La enfermedad entra así en los circuitos de los productos de consumo haciéndose omnipresente en las campañas de publicidad y los estantes de los supermercados. Recordemos, el lazo rosa nace como reclamo publicitario de una empresa de cosméticos…

5

En sus orígenes, durante la década de los ’80, los movimientos sociales vinculados a la defensa de las mujeres con cáncer de mama estuvieron estrechamente asociados con organizaciones feministas y lesbianas; la desatención de la administración en la investigación y prevención de la enfermedad era leída como un agravio de la sociedad patriarcal. Actualmente la perspectiva feminista ha sido suprimida y sustituida por una perspectiva de “lo femenino”; la mujer desacomplejada, activa, concienciada, autónoma, comprometida… se adhiere ahora a la causa de la lucha contra el cáncer. El lazo rosa representa todo aquello que define no ya a la mujer victimizada, sino a la “mujer moderna”, ampliando así su impacto en amplias capas de la población.

6

Es en la falta de referentes culturales que define a las sociedades postmodernas donde el activismo anticáncer encuentra un nicho de desarrollo. La necesidad de generar espacios simbólicos donde se manifieste un sentimiento de comunidad y cohesión social hacen del cáncer de mama una causa infinitamente inclusiva que favorece su difusión y visibilidad. Todos, todos y cada uno de nosotros más allá de nuestras condiciones específicas e individuales, no podemos sino formar conjunto, mancomunarnos en la lucha contra tan terrible enfermedad… todos somos uno en la batalla contra el cáncer de mama.

7

A lo largo de los últimos decenios se ha venido produciendo lo que en antropología denominamos proceso de medicalización. A grandes rasgos, este proceso se define por la reformulación de problemas de la vida cotidiana como cuestiones médicas que tienen solución únicamente desde una perspectiva médica. El cáncer de mama juega aquí un papel central; un cuidadoso control sobre cómo y qué comemos, sobre nuestras pautas de ejercicio, patrones de descanso, gestión de las emociones, resolución de conflictos relacionales, manejo del estrés… nuestra vida entera regida por parámetros definidos por distintos “expertos” so pena de contraer tan terrible enfermedad. O cáncer como mecanismo de control social.

8

Por último, los medios de comunicación configuran una visión del cáncer de mama parcial y sesgada; las pacientes oncológicas son dibujadas como personas de extraordinaria valía que gracias a su esfuerzo, voluntad y positivismo triunfan sobre la maléfica enfermedad. La paciente como heroína constituye un magnífico reclamo que genera amplios sentimientos de solidaridad y admiración entre gran parte de la población.

La hipervisualización del cáncer de mama es producto de la confluencia de factores situados más allá del simple hecho de enfermar. Una redefinición en la vivencia de lo femenino, el papel de la medicina como elemento de control y la salud como utopía, la mercantilización del bienestar, el consenso sin fisuras como mecanismo de cohesión social… todos estos elementos tienen algo que ver con la invasión del lazo rosa. Cierto, otras enfermedades o incluso otros cánceres compartirían algunas de estas características, pero cabe atribuir al cáncer de mama el indiscutible mérito de aglutinar gran parte de estas tensiones socio-culturales.

Por cierto, el color del lazo en cáncer de pulmón es gris perla 😉